Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo
El paradigma del avestruz es muy riesgoso. La comodidad que se alimenta de la indiferencia y la ignorancia alientan esta actitud negacionista acerca de lo evidente. «Por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes» (5), expresa el Papa en su nueva Exhortación Apostólica Laudate Deum (Alaben al Señor) sobre la crisis climática.
En un documento no muy extenso —de 18 páginas— presentado el 4 de octubre, día de San Francisco de Asís, el Santo Padre se propone precisar y completar sus enseñanzas de Laudato si’ sobre ecología integral, y a la vez hacer oír un grito de alarma que nos sacuda de la modorra irresponsable ante la emergencia del cambio climático, antes de que sea demasiado tarde.
Escribe el Sucesor de San Pedro: «con el paso del tiempo advierto que no tenemos reacciones suficientes mientras el mundo que nos acoge se va desmoronando y quizás acercándose a un punto de quiebre» y «es indudable que el impacto del cambio climático perjudicará de modo creciente las vidas y las familias de muchas personas» (2).
La situación es muy delicada, «lo que estamos verificando ahora es una inusual aceleración del calentamiento, con una velocidad tal que basta una sola generación —no siglos ni milenios— para constatarlo». «Probablemente en pocos años muchas poblaciones deberán trasladar sus hogares a causa de estos hechos» (6).
También nos advierte de una falacia que he escuchado en algunas ocasiones. «Con la pretensión de simplificar la realidad, no faltan quienes responsabilizan a los pobres porque tienen muchos hijos y hasta pretenden resolverlo mutilando a las mujeres de países menos desarrollados. Como siempre, pareciera que la culpa es de los pobres. Pero la realidad es que un bajo porcentaje más rico del planeta contamina más que el 50% más pobre de toda la población mundial» (9)
En el artículo de la semana pasada te compartí una reflexión respecto de las consecuencias negativas del uso de combustibles fósiles. Aquí también señala Francisco que lo que está ocurriendo «es que millones de personas pierden su empleo debido a las diversas consecuencias del cambio climático: tanto el aumento del nivel del mar como las sequías y muchos otros fenómenos que afectan al planeta, han dejado a mucha gente a la deriva». Mientras «la transición hacia formas renovables de energía, bien gestionada» es capaz «de generar innumerables puestos de trabajo en diferentes sectores. Esto requiere que los políticos y empresarios estén ahora mismo ocupándose de ello» (10). Lamentablemente no hemos escuchado ninguna propuesta en los debates políticos acerca de estos temas.
El Papa reitera que «el mundo que nos rodea no es un objeto de aprovechamiento, de uso desenfrenado, de ambición ilimitada» (25). «La lógica del máximo beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa común y cualquier inquietud por promover a los descartados de la sociedad… extasiados frente a las promesas de tantos falsos profetas, a veces los mismos pobres caen en el engaño de un mundo que no se construye para ellos» (31).
Esta urgencia nos interpela como humanidad, y de modo particular debemos acogerla los hombres y mujeres de fe. «La cosmovisión judeocristiana defiende el valor peculiar y central del ser humano en medio del concierto maravilloso de todos los seres.» «Todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y humilde.» (67)
«El esfuerzo de los hogares por contaminar menos, reducir los desperdicios, consumir con prudencia, va creando una nueva cultura. Este solo hecho de modificar los hábitos personales, familiares y comunitarios» contribuye a «gestar grandes procesos de transformación que operan desde las profundidades de la sociedad» (71).
El Pontífice concluye su exhortación recordando que «las emisiones per cápita en Estados Unidos son alrededor del doble de las de un habitante de China y cerca de siete veces más respecto a la media de los países más pobres». Y afirma que «un cambio generalizado en el estilo de vida irresponsable ligado al modelo occidental tendría un impacto significativo a largo plazo. Así, junto con las indispensables decisiones políticas, estaríamos en la senda del cuidado mutuo» (72).
No hay peor ciego que el que no quiere ver. ¿Cómo se nos recordará en 5 décadas?