Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

 Vivimos en un mundo competitivo en el cual se valora a los más fuertes y a los ganadores. Por el contrario, son dejados de lado los más débiles, los perdedores. Cuesta promover actitudes que logren una sociedad en la cual haya espacio para todas las personas, respetando su edad y condición.

Dios se hace cercano para mostrarnos quiénes somos los seres humanos. Como expresa un hermoso documento del Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22). Es una consecuencia de la Navidad: “el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (GS 22).

Estamos iniciando el Adviento, un tiempo que “nos invita a ponernos espiritualmente en camino” con la imaginación y el corazón hasta un lugar lejano en el tiempo y la cultura, para acercarnos a contemplar y gozar “atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él” (Francisco, El hermoso signo de pesebre, 2019).

La celebración navideña “manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. El don de la vida, siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que Aquel que nació de María es la fuente y protección de cada vida” (Ídem).

El nacimiento de Jesús tiene un realismo inocultable. Esa fragilidad de Dios puede llegar a escandalizarnos. Es que “necesitamos” a un Dios que sea fuerte, poderoso, omnipotente, ante quien nada hay imposible. Y así es Dios. Pero en la Navidad se muestra de otra manera, que tenemos que arriesgarnos a contemplar aunque nos resistamos. Son los modos que Dios tiene para enseñarnos ese otro modo de actuar que muchas veces nos desconcierta.

Detengámonos un momento. La entrada del Mesías en la historia de los hombres no pudo haber sido más desconcertante. Nos cuenta el Evangelio que al recién nacido lo envolvieron en pañales. Eso es signo de la máxima fragilidad; de un bebé que debe ser atendido, protegido y ayudado. Y curiosamente este será el signo que tendrán los pastores para reconocer el Niño: ni más ni menos que ¡un signo de fragilidad!

Fijémonos en otro signo: el Niño fue recostado en un pesebre. Esto sí que está fuera de lo normal. El pesebre era el lugar donde comían los animales. Era un espacio inapropiado para un recién nacido. Este nacimiento sucede en un contexto de pobreza extrema. Paradójicamente, quien viene a salvar al mundo aparece ante el mundo como un necesitado de ayuda, de cercanía y de valoración.

En estos días el Papa debió suspender su viaje a Dubai donde tenía previsto participar de la Cumbre Mundial sobre el Clima. Qué importante hubiera sido hacer oír su voz en defensa del cuidado de la casa común en ese escenario global. “El médico no me dejó ir”, fueron sus palabras de explicación, unidas a un simple “no me da el cuero”. La sabiduría de la aceptación de la propia realidad, sin enojos o reclamos. Admitir el límite de la realidad es manifestación de reconocimiento de lo que somos.

En la Navidad celebramos que Dios asume nuestra condición; se hace uno igual a nosotros menos en el pecado. En otras palabras, asume la fragilidad y debilidad de nuestra carne, no sólo para hacerse igual a nosotros sino que, haciéndose frágil como nosotros, nosotros nos hacemos fuertes en Él.

Dios se hace cercano y frágil para que no le tengamos miedo. Tan pequeño como para que nos animemos a inclinarnos, tomarlo en brazos y, arrimándolo a la mejilla, sentir su calor y belleza.

Preparemos el corazón para ofrecer a Dios nuestra vida. Él asume nuestras fragilidades, las trata con sumo cuidado y respeto, sabiendo que por el parecido con Jesús forman parte de nuestra historia sagrada. Contemplemos a la Virgen: “María quiere parir un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz” (FT 278).

Hoy, 3 de diciembre, hace 41 años fui consagrado sacerdote. Doy gracias a Dios por sostener mis fragilidades con el don de su fidelidad.