Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, arzobispo de San Juan de Cuyo

 

 Los tiempos que vivimos son bastante movidos y cargados de incertidumbres. Aunque habrá seguramente quienes miran con más distancia y asepsia, no estamos haciendo la plancha. En tiempos del nacimiento de Jesús hubo tres hombres que se animaron a dejar sus comodidades para ponerse en camino. Ayer fueron evocados pasando por la vida de muchos niños, conocidos por nosotros popularmente como los Reyes Magos. Ellos partieron desde lejos siguiendo una estrella. Hombres y mujeres contemporáneos suyos veían el mismo cielo; pero entre tantas otras en el universo ellos percibieron que “esa” estrella contenía una luminosidad diversa, y valía la pena seguirla. No sabían cuán lejos les llevaría ni qué encontrarían en el camino. Había algo en sus corazones que les impulsaban a ponerse en marcha.

El Evangelio los presenta como hombres de buena posición económica, ya que al Niño le regalaron oro, además de incienso y mirra.

Estaban en búsqueda del Rey que había nacido, y en consecuencia imaginarían encontrar grandes signos vinculados al esplendor del poder. Sin embargo, cuando llegan al pesebre confían en que su viaje culminaba con la plenitud anhelada; encontraron lo que buscaban, lo que Dios quería mostrarles.

Ninguno dijo “para ver un bebé de una familia pobre nos hubiéramos quedado en casa, habiendo tantos en nuestro pueblo”. Aquella escena tenía una potencia deslumbrante si se mira con fe. El Evangelio de San Juan nos dice: “La Palabra era la luz verdadera, que al venir a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9).

Los tres tienen la humildad para inclinarse y reconocer que Dios está presente en aquella Familia pobre y sencilla junto a su Niño; “y postrándose lo adoraron” (Mt 2, 11).

Esta fiesta nos presenta la manifestación de Jesús a los pueblos paganos, expresando de ese modo la universalidad de la salvación que Dios ofrece. En ellos tres vemos el corazón humano que busca a Dios siguiendo señales que le acercan a la experiencia de encuentro. También percibimos que están abiertos a lo humilde. No se escandalizan por un Dios que elige venir en el camino de la pequeñez. Siguen con fidelidad la estrella que los guía.

Cada uno de nosotros tenemos también anhelos y sueños que nos desinstalan. Son como esa estrella que Dios pone en el cielo de la vida.

 

Cada año, al concluir el Tiempo de la Navidad, celebramos la Fiesta del Bautismo del Señor.

Este momento marca el inicio del ministerio público de Jesús. Los escritos del Nuevo Testamento coinciden en dar comienzo a la predicación del Señor a partir de este acontecimiento. Hoy proclamamos el pasaje del evangelio de San Marcos 1, 7-11. Cada detalle del relato está cuidadosamente contado para ubicarnos en la trascendencia del principio de la vida adulta del Señor.

Juan el Bautista fue un personaje muy importante, tanto que algunos comenzaron a decir que era el Mesías esperado. Por eso insiste en especificar la diferencia entre su bautismo (con agua) y el que realizará Jesús (con el Espíritu Santo), entre su lugar y aquel a quien no es digno de desatar la correa de sus sandalias.

La expresión “los cielos se abrieron” nos hace recordar al paraíso cerrado después del pecado de Adán y Eva. Se abrieron para no cerrarse nunca. El Padre nos revela la identidad de Jesús como su Hijo, con la presencia del Espíritu Santo. Una escena cargada de simbolismo y solemnidad.

A quien hemos contemplado y adorado como Niño en la Navidad, en brazos de José y María, hoy lo vemos iniciando su misión de consuelo y misericordia.

Jesús es ungido por el Espíritu Santo. La unción y la misión van de la mano. Además, en la unción y el envío no hay vuelta atrás. La unción es algo permanente, no una acción pasajera. La unción no es para un mes o para dos años sino para siempre. Marca su identidad, nos muestra quién es Jesús. Unción es una palabra castellana; en hebreo “ungido” se dice “mesías” y en griego se dice “cristo”. Tanto marca identidad que el nombre que se usa para designar a Jesús será el Cristo, o sea, el Ungido, y tiene que ver con el Bautismo recibido en el río Jordán.

También nosotros en nuestro propio bautismo hemos sido ungidos con el Crisma (aceite perfumado) y enviados para una misión, la de dar testimonio de Jesús.