La celebración para conmemorar el día de la Independencia de Nuestra Patria se realizó en la Parroquia de la Sagrada Familia, en el departamentl de Zonda.
A continuacion, compartimos la homilia de Mons. Gustavo Larrazábal:
La tempestad calmada
Reflexión del texto de Lc. 8,22-25
El Evangelio de Lucas nos presenta un texto que hemos escuchado muchas veces: el de la tempestad calmada. Los Apóstoles en la barca, junto a Jesús, se ven sorprendidos por una tormenta que asusta a aquéllos mientras Jesús duerme. El temor se apodera del ánimo de los discípulos que ven peligrar su vida y, con Pedro a la cabeza, despiertan al Señor que los anima a tener fe y a no aterrorizarse porque Él está junto a ellos.
Quizá el comentario más concreto y claro de este Evangelio, haya sido aquel memorable momento de oración del papa Francisco, el 27 de marzo de 2020, cuando en completa soledad en la Plaza de San Pedro, pronunció aquella reflexión que todavía hoy sostiene nuestra esperanza. La pandemia del COVID ya ha pasado y como tal fue una tremenda tormenta la nos azotó hasta la desesperación. Estuvimos expuestos en nuestra extrema fragilidad, crecimos en la conciencia de estar todos en la misma barca, y en ella, como en el texto evangélico, estuvo también Cristo que nos sostuvo en esperanza.
¿Pero qué otras tempestades nos afligen además aquella pandemia? Es inevitable referirnos a ella, pero deberíamos reconocer la magnitud de otros temporales que nos duelen como humanidad y como país.
La Humanidad se debate principalmente hoy ante la tempestad de la brecha entre sociedades muy desarrolladas y aquellas otras, que no logran siquiera ponerse en pie; el acceso a las vacunas fue muy gráfico para representar esas diferencias.
Como país, los enfrentamientos permanentes, incrementados en tiempos electorales, agravan las condiciones de nuestra vida social, atravesada por las consecuencias de la pandemia, las guerras, las malas administraciones, la derrota cultural con una educación cada vez más débil en valores, con el aumento de la precariedad laboral, y la niñez cada vez más pobre.
Siempre la unidad es un desafío para un pueblo llamado a crecer.
En este tiempo tan difícil la unidad es imprescindible para atender las emergencias y salir juntos de ésta.
Para nosotros, los creyentes, aún estas circunstancias tan difíciles nos convocan a expresar nuestra esperanza que ponemos en Dios, al frente de la barca y con poder sobre el mar y todas las tempestades, mientras comprometemos nuestros esfuerzos de estrecharnos más junto al Señor que triunfa sobre toda tormenta.
El género histórico básico del relato no excluye sin embargo la elaboración simbólica, de modo que es el significado del suceso lo que prima sobre el suceso mismo, sea cual fuere.
El Señor nos interpela y, en medio de nuestras tormentas, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a esas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe
El Papa Francisco decía en aquella misma reflexión en marzo del 2020: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.
La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras,” incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.”
El texto que hoy estamos reflexionando nos enfrenta, por tanto, al mundo de la fe en un Dios aparentemente ausente, «dormido» ante el mal del mundo.
Precisamente el núcleo de nuestra fe es creer lo contrario, creer en el poder salvador de Dios. El milagro de la vida cristiana consiste en ver detrás de lo visible, dentro de lo visible, a Dios Salvador; ver en la trivialidad de la vida el plan de Dios.
Esta fe profunda en Dios Salvador de la Humanidad, fue la que animó a los congresales, este fue el GPS que los llevó a encontrarse coincidiendo en amplia mayoría, el que orientó en un contexto de incertidumbre y desorientación una decisión que marcaría para siempre un rumbo de una Nación que a veces pareciera naufragar por egoísmos negadores de trabajar por el bien común.
Dos sanjuaninos fueron protagonistas centrales en ese Congreso, un Fraile ilustrado e inquieto, y el otro un ciudadano abogado y político esclarecido y consiente de su protagonismo histórico, Fray Justo Santa María de Oro y Francisco Narciso de Laprida
El rol destacado que tuvieron aun interpelan nuestro sano patriotismo algo que nos enorgullece, pero también nos anima a seguir aportando para hacer fuerte a una Nación que en varios momentos de la historia pareciera naufragar y diluirse pero que sin embargo con la invocación a Dios y al aporte ciudadano de generaciones enteras logra sobreponerse a las tempestades buscando un rumbo que asegure en bienestar de todos especialmente de los más pobres y desvalidos.